El Indio Florentino era presumido y vanidoso, proxeneta si se le presentaba la ocasión (esto lo supe mucho más tarde, cuando ya había abandonado el pueblo) y con la uña del meñique, larga y cuidada, abría los paquetes de cigarrillos, sacaba los pitos, y se hurgaba en las profundidades del oído. Al Indio lo llamaron Florentino por su padre y Fiacrio por el cura, un septuagenario misionero que obligaba en sus bautizos a homenajear al santo del día. A él nunca le gustaron aquellas dos efes tan seguidas y tan feas y como al cruzar el charco empezaron a decirle indio, tomó para sí el apelativo, que no lo consideraba insulto ni tampoco inconveniencia. Había nacido en la centroamérica, en tierra de nadie, pues tantas veces en el curso de su historia cambió de dueño que sus habitantes a sí mismos se juzgaban moneda de trueque para los gobiernos en tiempos de pleitos.
Un día el misionero lo condujo hasta las grandes cascadas de agua y le sermoneó que si después de contemplar el milagro de la creación no inundaba la fe todo su ser, entonces era el peor de los ciegos porque el ciego mira con el tacto, con el olfato y con el oído y cree en lo que toca, huele y oye aunque no lo pueda ver; en cambio él, que abría mucho los ojos pero no era capaz de postrarse allí mismo y adorar al Sumo Hacedor, sufría la ceguera de un alma que ni ve, ni toca, ni huele, ni oye. Y por eso nunca tendría el perdón de Dios.
Florentino, de joven, se atiborraba de sueños y de aguardiente en la cantina de Rigoberto, antañón correcaminos que en mala hora escogió aquellos parajes fantasmagóricos para sentar su mala cabeza. Ambos platicaban todas las noches y, del constante chacharear, nació en el muchacho un afán inmoderado por descubrir el mundo, por descuajarse, por olvidar la perfidia de la selva y la tórrida soledad de su casa desportillada. La hora llegó de repente, una madrugada en que Rigoberto le negaba el licor y Florentino, con la curda, se dio al disparate y a voz en cuello proclamó sus desvaríos amorosos con Milagros la de Zósimo, tragahombres y gandul, amo y señor de la mitad de las negras que se desparramaban por tabernas y burdeles. A oídos de Zósimo llegó el delirio de Florentino y no tardó en presentarse en lo de Rigoberto, el machete desnudo y rabioso el aspaviento.
Zósimo apareció con la sangre pintada en el escozor de los ojos y la muerte en la palidez del semblante. Iba borracho de aguardiente y atracado de sexo pues a tres de sus negras había poseído en el transcurso de la noche. Pero Milagros era diferente. Nadie se atrevió jamás a enamorar a Milagros. Entre tanta tez morena tenía su blancura un algo de impudicia que a los hombres hechizaba y ofendía a las mujeres, y era como si desanudara los deseos de los unos y las envidias de las otras. Milagros pertenecía a Zósimo en cuerpo y alma. Cuando apareció por el villorrio, la misma tarde lluviosa en que comenzaban los festejos en honor del santo patrón, a Zósimo le nació una mala idea: quiso que trabajara para él, no en sus prostíbulos, sino en las ricas haciendas de los alrededores, visitando a los terratenientes rudos y rijosos. Echó las cuentas y, con Milagros, doblaba o aun triplicaba la ganancia. Mas poco tardaría ella en desengañarlo diciendo que, aunque no desaprobaba el comercio, únicamente estaba dispuesta a prestar su carne para alivio de su amor, de su dueño, de su pasión. De tal forma quedó prendado Zósimo al oírla que mudó su primera idea y, con el cambio, hizo a Milagros partícipe de cuanto poseía.
Mientras se sentaba en la barra junto a Florentino, exigió el aguardiente a Rigoberto. Un sucio ventanuco empolvaba las primeras luces del alba. En silencio, Rigoberto extrajo la botella y fregoteó el vaso. Zósimo, impaciente y fogoso, dio un sorbo a la botella, se limpió el hocico con el puño, y se deshizo en eructos.
Florentino, insomne, pensó en el tiempo en que habían sido amigos, cuando Zósimo aún no era el dueño de las negras que se tiraban a medias, en farras prolongadas por la fuerza de la costumbre y también por la obstinación que les proporcionaba el aguardiente. Ya en aquel entonces, a pesar de su juventud, era alborotador y bravucón, y perseguía la refriega con tal vehemencia que a Florentino no le cupo duda de que un día u otro la buena estrella que iluminaba el sendero de Zósimo se apagaría de golpe y para siempre.
—He oído por ahí que presumes de haber chingado con Milagros.
Había recitado la frase con frialdad estremecedora y Florentino sintió un repeluzno que no era miedo, sino algo más inconcreto, un espasmo de muerte, un enfrentarse con la propia imagen deformada o con las trizas de su antigua amistad con el burdelero.
El sol, enfureciéndose minuto a minuto, amustiaba la resaca de Florentino. Rigoberto se acodó frente a Zósimo:
—Déjalo estar. El chico se ha pasado toda la noche bebiendo y ya no sabe ni lo que dice.
—Cuando un chico bebe lo que bebe un hombre deja de ser chico y rinde cuentas como todo macho en este pueblo. Si es cierto lo que me han contado, lo abro como a cerdo; y si lo que me han contado no es cierto, lo ajusticio como a hombre.
Chupó de nuevo el gollete de la botella. Girando la cabeza se encaró con Florentino:
—Tú dirás. ¿Hombre o cerdo?
—No veo la diferencia. ¿Por qué quieres matarme aunque no sea verdad lo que has oído?
—Porque no tiene derecho a vivir el cojudo borracho que ensucie el nombre de Milagros, ni tampoco el que con sus mentiras permita que otros lo empuerquen.
Calló Florentino; sabía que a Zósimo se le nublaba el entendimiento de sangre en un santiamén y, terco y rabioso, perseguía a su víctima como un hambriento depredador. A lo mejor, cavilaba, nada más que para eso vivía Zósimo, para impedir que la gente de orden creciera y se multiplicara, para que ni Florentino ni ningún otro olvidara jamás que era el pueblo su castigo eterno.
Rigoberto encandiló a Zósimo con la botella de aguardiente:
—Bebe. Hoy invita la casa.
Florentino manoteó alborotando el polvo en el rayo de luz que se colaba por el ventanuco angosto. Zósimo bebía y ventoseaba y, entre mamada y regüeldo, invocó conmovido su memoria:
—Carajo, Florentino, ¿por qué a mí? ¿Acaso no éramos compadres? Tú sabías que Milagros es sagrada, que sería hombre muerto el que intentara tocarla. Y ahora me vienen con la vaina de que has cruzado la noche cacareando la traición, y yo tengo que matarte Florentino, porque soy el macho y Milagros mi hembrita, ¿lo entendiste, Florentino?, ¡mi hembrita!, y apenas te mate, todo volverá a ser como antes, que hoy nadie me respeta, pero por éstas que lo vas a pagar muy caro.
Con la salmodia, Florentino se adormecía y Rigoberto, atento al vuelo del facón que Zósimo empuñaba con la mano libre de la botella de aguardiente, recorría la barra ordenando los frascos y las damajuanas, limpiando la madera, barriendo las colillas del suelo mugriento.
Hubo un largo silencio y luego Zósimo tornó al parloteo, pero ya no miraba ni a Florentino ni a Rigoberto, sino al aguardiente, y parecía que las palabras se le escapaban de la boca como los eructos, ruidosas y ofensivas:
—Por mi vieja que te jodo, Florentino. Me topé con el Gitano y sus puercos compadres, y riéndose el muy cabrón me preguntó si podía apuntarlo en la lista de Milagros, que no le importaba gastar más dinero, y que si fuera cosa de amistad, él estaba dispuesto a hacer migas conmigo, lo que tú mandes Zósimo que yo tengo el mismo derecho que Florentino a probarla. Creo que me volví loco, ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿quién te dijo?, y el Gitano se reía enseñando ese diente negro y el otro de oro, pues que lo oyó de tu propia boca, Florentino, en casa de Rigoberto, y añadió que te metiste en detalles y que algunos eran tan indecentes que se salió para avisarme pero no pudo dar conmigo porque debía andar muy ocupado contando el mucho dinero que se dejaron los obreros revolcándose con mis negras y emborrachándose como diablos. Todo eso me dijo, Florentino, y no lo maté porque me dio como una puñalada aquí, en el costado, que me dejó sin aliento.
—Esta noche no vino el Gitano —sentenció Rigoberto mientras echaba el vaho a un vaso amarillento de lavadas.
Zósimo enseñó el machete, calmo y grave:
—Contra ti no hay nada, Rigoberto. Pero no me envenenes o te acordarás toda tu vida.
Se levantó trastabillante. A Florentino la pereza lo aflojaba y no pudo más que reconocer el tranco indeciso de su antiguo compadre.
—Bebe —dijo Zósimo—. Por última vez, bebe.
—Rigoberto tiene razón. El Gitano no apareció por aquí.
No lo dijo para salvar el pellejo, sino para certificar la sinceridad del cantinero. El aguardiente, mezclado con la pasta de la boca, le dejó en el paladar el amargo gusto de la sangre. Zósimo le ofreció el cigarrillo del condenado. A la primera calada le vino el asco y cerró con fuerza la boca por detener la vomitona. Se dobló sobre la barra como un azotado. Hizo Rigoberto ademán de acercarse, pero Zósimo blandió, entre ambos, el machete.
—Ni te muevas.
Al momento, la hoja afilada describió un corto vuelo y empezó a planear sobre el cuello de Florentino: no lo tocaba el acero, aunque era sádica seña de muerte.
Florentino, evitando mirar al verdugo, proclamó su inocencia:
—Te equivocas conmigo Zósimo. No puedes fiarte del Gitano. Está loco por tener a Milagros. Y tú lo sabes.
—Basta de plática —respondió Zósimo—. Acabemos de una vez.
Ni siquiera tuvo tiempo de apretar el mango del machete para iniciar la acometida: a sus espaldas, Rigoberto había aferrado una botella vacía y, con toda la fuerza de su brazo, la estrelló contra la cabeza del ribaldo. A Zósimo se le ennegreció el pensamiento, dilató los ojos y, como fardo, fue a derrumbarse a los pies de Florentino. Un hilillo de sangre serpeó desde la frente hasta la boca abierta enrojeciendo la lengua que le colgaba de la comisura. Cedió Rigoberto el gollete a Florentino y este, embrutecido, abrió en canal el cuerpo de Zósimo y luego, sañudo, afeó el rostro que tanto encaprichaba a las negras del pueblo.
Florentino anduvo durante tres días y tres noches sin descanso. Siguió una senda olvidada de la manigua, zigzagueando por entre árboles y zarzas sin atreverse a asomar la cabeza. Alimentado de hierbas, arribó tan hético y molido a la ciudad del puerto, que hubo de recogerse en fonda donde nadie indagaba la suerte de los albergados. Durmió y comió hasta que repuso las fuerzas perdidas en la huida. Luego se echó al malecón, fugitivo y huraño, en busca de navío que lo alejara de su pasado.